Es temerario anticipar escenarios sobre el proceso emprendido en Catalunya. La incertidumbre se ha instalado en nuestro país y cualquier intento de prospectiva es arriesgado, porque en el horizonte hay un montón de variables y de factores que no controlamos. Tratamos de hacer vida normal, pero hay un tema hegemónico que está presente permanentemente tanto en los entornos familiares como en los económicos, sociales, profesionales y lúdicos.
Las legítimas y varias opciones políticas que se expresan en el seno de nuestro país no tienen que poner en crisis aquellas convicciones básicas que hacen posible la buena convivencia y la armonía social. Los que firmamos este artículo participamos de ideas políticas diferentes, pero compartimos la misma fe católica y una idéntica voluntad de contribuir a pacificar nuestro entorno y de proyectar esperanza en nuestro pueblo.
En estos contextos tan convulsos, nos parece básico subrayar aquello que nos une. Enfatizar lo que nos separa es como poner el dedo en la llaga. No queremos que esta cuestión, por trascendental que sea, ponga en riesgo valores como la amistad y la convivencia social.
Como se expresa nítidamente en la doctrina social de la Iglesia, el respeto a la persona es un principio absoluto, un principio que, en ningún caso, puede ser vulnerado. Más allá de las ideologías y de las opciones políticas que se defiendan, toda persona tiene que ser respetada, tanto en su integridad física como moral. Sin reconocer esta sublime dignidad, no hay posible vida social, ni civilización. Tenemos que ser capaces, unos y otros, de manifestar nuestras diversas opciones sin perder nunca de vista el valor integral e inalienable de toda persona. Su dignidad no depende de sus ideas políticas. Podemos discrepar y es propio de sociedades libres y plurales la discrepancia, pero no podemos perder de vista que lo más valioso no son las ideas que defendemos, sino nuestra condición de personas.
Frente a la incertidumbre de la situación en Catalunya hace falta que seamos agentes de esperanza, que no es la ingenuidad, tampoco el optimismo pueril. Nadie sabe cómo terminará el proceso que vive nuestro pueblo. La esperanza es la virtud necesaria cuando el horizonte que se dibuja es arduo. Nadie sabe qué duración tendrá lo que estamos viviendo. Algunos consideran que estamos en el epílogo, otros en el prólogo. Nos hace falta, sin embargo, espolear a las personas, curar las heridas que nos hayamos causado mutuamente, rehacer puentes y, sobre todo, administrar racionalmente las emociones tóxicas que fluyen en el cuerpo social. En esta situación histórica que vivimos, tenemos que ser muy sensibles a las emociones que hierven en el cuerpo social y saber canalizarlas de manera no destructiva. Eso nos exige a todos. A unos y a otros. A los de aquí y a los de allí.
Siempre, y todavía más en la situación actual, tenemos que cuidar del uso de la palabra, tenemos que ser capaces de evitar el lenguaje simplista y maniqueo, tenemos que vencer la tentación de sucumbir a la lógica de vencedores y derrotados y, sobre todo, respetarnos mutuamente.
En el pensamiento social cristiano, el diálogo ocupa un lugar central. Desde el magisterio de Pablo VI hasta el magisterio del papa Francisco, el diálogo es presentado como el instrumento para llegar a acuerdos, para deshacer nudos y problemas de difícil naturaleza social y política. Con todo, el diálogo no es un ejercicio frívolo. Exige unas actitudes que no siempre están presentes en nuestros entornos sociales, tampoco en las burbujas mediáticas. Hay que aprender a escuchar las razones del otro, a expresarse con claridad y humildad y practicar la mansedumbre que no se puede identificar con la pusilanimidad. La primera condición para el diálogo sincero es querer emprender el diálogo.
El respeto al marco jurídico que democráticamente nos hemos dado tiene que ser el campo de juego del diálogo y de la deliberación política. Los seres humanos, precisamente porque somos seres dotados de palabra y de razón, tenemos la capacidad de comprendernos mutuamente y de forjar soluciones, aunque sean provisionales, a nuestros problemas. Y también hay que asumir con realismo el marco en lo que se tiene que desarrollar.
Nos preocupa la confrontación social y, también, las rasgaduras que esta pueda causar a nuestro pueblo. Más allá de la forma política final, que nadie puede predecir hoy por hoy, tenemos que rememorar aquellos valores que nos han hecho ser como somos y que han generado la riqueza económica, cultural, social y espiritual que nos ha caracterizado. No podemos dilapidar la memoria, tampoco el bienestar que hemos alcanzado con tanto esfuerzo y abnegación.
La paz es un valor clave en el pensamiento social de la Iglesia. Cuando se vive en paz, raramente se reconoce su valor, sólo cuando falta es muy valorada por sus ciudadanos. La paz es obra de la justicia, como dice Pablo VI, pero también está ligada a la reconciliación y al perdón, como dice Juan Pablo II. Eso nos exige vencer todo tipo de resentimientos e instar a nuestros dignos representantes políticos a buscar el bien común. La paz no se impone con violencia, sino con un corazón que ama y busca el diálogo con el otro.
En definitiva, somos católicos y, por lo tanto, gente de esperanza y a pesar de las incertidumbres y rasgaduras, tenemos presentes a los jóvenes y queremos contribuir a un futuro pacificado. Ahora es necesario que dejemos atrás episodios de violencia injustificada y entrar en el difícil arte de hablar. Porque en Catalunya siempre hemos defendido que hablando la gente se entiende. Es un legado que queremos dejar claro a los que vienen detrás de nosotros.
La Vanguardia 22 Octubre 2017, from a group of catholics with different political views
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