INTRODUCCIÓN
1. Incompetencia e itinerario
No habéis tenido mucha suerte al designarme como orientador de este Retiro-Encuentro. El tema que me habéis sugerido “Identidad y misión del laicado” no lo he trabajado previamente ni he tenido ahora demasiado tiempo para internarme seriamente en él. Resignaos a escuchar retazos, no siempre bien conexos. Espero que en el diálogo ulterior aclaremos, precisemos y completemos mi deficiente exposición.
Me propongo seguir este itinerario. Voy a exponer en primer lugar, de manera sucinta, tres características de toda vida cristiana (laical, religiosa, presbiteral) pero subrayando los aspectos peculiares que estas tres carac- terísticas tiene en los laicos: sois seguidores, sois eclesiales, sois seculares.
A continuación enumeraré algunos aspectos de la espiritualidad de los laicos, que se derivan de la peculiaridad que revisten estos tres caracte- res. Tendría que citar en un tercer momento algunas dificultades cultura- les, eclesiales y personales con las que, a mi entender, os encontráis para vivir estos tres caracteres al modo laical (aquí tendréis que hablar voso- tros mucho más que yo). Señalaré después muy sucintamente los campos que se abren a la vida y misión de los laicos (familia, profesión, compro- miso por la paz, implicación a favor de los “descartados” de la sociedad, como diría el papa Francisco, etc.).
Demasiado ¿verdad? Intentaré ser escueto en cada capítulo, con la espe- ranza de que el diálogo subsiguiente enriquezca lo tratado.
2. Del dicho al hecho va un trecho
El Vaticano II ha sido el primer Concilio que ha dedicado uno de sus do- cumentos enteramente al laicado. Se llama “Apostolicam actuositatem”. Tiene 32 números distribuidos en 6 capítulos. Pero además, el Concilio consagra a los laicos el Cap. IV del documento Lumen Gentium sobre la Iglesia que es el “buque-insignia” de este gran Acontecimiento y muchos textos de Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual, otro do- cumento conciliar clave. El año 1988 Juan Pablo II publicó otro documento titulado “Christefidelis laici”. Nuestra Conferencia Episcopal dio a la luz un hermoso escrito titulado: “Los cristianos laicos, Iglesia en el mundo”. Y los Obispos del País Vasco y Navarra le dedicaron la Carta Pastoral conjunta de 1996.
No faltan escritos. Han contribuido a difundir una idea teológicamente más digna del laicado y de su misión en la Iglesia y en el mundo. Han dejado muy claro que el origen de esta dignidad reside no en una concesión de la Jerarquía, sino en el Bautismo y la Confirmación que recibisteis (bastantes también en el sacramento del Matrimonio). Es verdad que el número de laicos colaboradores en la Iglesia y motivados para servicios a los pobres de la sociedad ha crecido muchísimo.
Otra cosa ha sido la práctica eclesial. Algunos documentos emitidos desde la Curia Romana han recortado las alas al despliegue real del laicado, aunque los Papas han seguido repitiendo la doctrina del Vaticano II. El cle- ricalismo secular de los eclesiásticos ha tenido y tiene resistencias para poner en práctica las directrices conciliares en las diócesis y parroquias. Muchos laicos han tirado la toalla o se sienten cómodos siendo simples destinatarios de los servicios de los sacerdotes. Los órganos de participa- ción (Consejos Pastorales, Juntas Económicas, etc.) son débiles. Hay me- nos corresponsabilidad que simple colaboración. El “Diccionario de Eclesiología” de Salvador Pié Ninot así lo constata. El reconocimiento del laicado “pasa por una fase de bajamar” (A. Unzueta).
Sin embargo, es preciso recordar el pensamiento del Vaticano II para sa- ber bien lo que somos, procurar actuar de acuerdo a nuestro ser y recla- mar que nos abran la puerta para “ser lo que somos”. A eso van dirigidas mis fragmentarias reflexiones.
I. SEGUIDORES
- Qué es seguir a Jesús
Todo cristiano está llamado a seguir a Jesús de una u otra manera. Los laicos de una manera peculiar. Seguir a Jesús no es patrimonio de religio- sos y de curas. Consiste en adherirnos a la persona de Jesús con una ad- hesión mental, vital y práctica. Consiste en profesar una confianza lo más total posible en su persona, que no nos falla nunca. Consiste en hacer nuestros los valores que gobernaron la vida de Jesús (p.ej. su debilidad para con los marginados, hombres y mujeres). Consiste en adoptar una conducta semejante a la de Jesús, actualizada. Consiste en adherirnos al proyecto humanizador y salvador de Jesús, es decir, a su causa. Consiste en asumir el destino de Jesús en el que siempre estará presente la cruz. Consiste en entrar y perdurar en la comunidad de Jesús entablando lazos fraternales con sus miembros. Consiste, en fin, en identificarse con la vi- vencia-clave de Jesús: una fidelidad lo más total posible a Dios Padre poniéndonos al servicio de su voluntad sobre cada uno de nosotros, una solidaridad sobre todo con los más necesitados y una esperanza que no desfallece del todo ante ninguna circunstancia.
Todos estos rasgos os toca vivirlos de manera peculiar en la vida laical. Ya Jesús contó (dejando aparte la muchedumbre de los que le seguían físicamente de manera intermitente) con dos tipos de seguidores: los que compartían su vida con Él (los apóstoles y otros discípulos) y los que, a pesar de vivir estos rasgos de seguimiento, mantenían su vida conyugal y parental, su trabajo, su domicilio fijo, sus relaciones y responsabilidades sociales. No eran “seguidores de segunda”, sino tan de primera como los anteriores. No eran “del equipo B”, sino “del equipo A”.
2. Los laicos, seguidores peculiares
Vosotros, los laicos, sois de esta última clase de seguidores. En absoluto debéis consideraros “de segunda”. El Concilio Vaticano II tiene mucho interés en subrayar la igualdad fundamental de todos los miembros del Pueblo de Dios. “Una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y la actividad común” (L.G. 32). La pareja, la familia, la profesión, el compromiso social y por la paz, la vida sobria “para que los pobres sean un poco menos pobres y los ricos un poco menos ricos”, la inserción en los entresijos de la sociedad, vuestro compromiso con la comunidad cristiana, etc., son la palestra en la que habéis de procurar ser seguidores de Jesús. Sabedores de que todos (obispos, curas, religiosos, laicos) somos perpetuamente aprendices de seguidores. Lo importante es “estar en camino” y no bloqueados o paralizados en un nivel de seguimiento.
“Seguir a Jesús –dice Pagola- es creer lo que él creyó; dar importancia a lo que él se la dio; interesarnos por lo que él se interesó; defender la causa que él defendió; mirar a las personas como él las miró; acercarnos a los necesitados como él lo hizo; amar a las gentes como él las amó; confiar en el Padre como él confió; enfrentarnos a la vida con la esperanza con la que él se enfrentó”.
II. ECLESIALES
- Los laicos, parte constitutiva de la Iglesia
Los laicos no solo pertenecéis a la Iglesia “sois la Iglesia” (Chistifideles laici, 9). No solo ni principalmente porque sois la inmensa mayoría (razón sociológica). Ni solo porque solo a través de vosotros el mensaje y los valores del Evangelio pueden llegar allí donde “se cuecen las habas” de la sociedad, sino porque sois parte constitutiva de la Iglesia. “La Iglesia – dice el decreto conciliar “Ad Gentes” sobre la actividad misionera de la Iglesia- no está verdaderamente fundada… mientras no exista y trabaje con la Jerarquía un laicado propiamente dicho” (n.21). La tarea evangelizadora de la Iglesia “se hará sobre todo por los laicos o no se hará” (CLIM 148).
2. Relación con el ministerio ordenado
Naturalmente en una sana vivencia eclesial tiene que existir una relación entre el laicado y el ministerio sacerdotal. Pero es curioso cómo LG.11 establece la sucesión de estas relaciones. En primer lugar se menciona el derecho del laicado a recibir la Palabra de Dios y los sacramentos. Seguidamente se cita la disposición de los laicos a manifestar “con la libertad y confianza que deben tener los hijos de Dios y hermanos en Cristo” sus necesidades y deseos. En tercer lugar “el derecho y a veces el deber de expresar sus opiniones sobre lo que se refiere al bien de la Iglesia… siempre con sinceridad, valentía y prudencia, con respeto y amor”. En cuarto lugar, “el deber de acoger… lo que los pastores decidan como maestros y jefes de la Iglesia”. En quinto lugar “los sagrados pastores han de recono- cer la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Deben servirse de buena gana de sus prudentes consejos y encargarles con confianza algunas tareas al servicio de la Iglesia (intraeclesiales) dejándoles libertad y campo para actuar e incluso animarles para que también tomen iniciativas espontáneamente”.
3. Tareas intraeclesiales de los laicos
Estas últimas palabras se refieren a tareas intraeclesiales al servicio de la comunidad parroquial (catequesis, voluntarios en el ámbito de la caridad y la justicia, animadores de la liturgia, profesores de Religión y de teología, etc.). El número de laicos que están incorporados a este servicio es incontable, aunque empieza a ser decreciente. Estas tareas, cuando son estables, reciben la aprobación de los ministros ordenados y son confirmadas en una celebración en la que se les confía (el obispo o el párroco) el encargo, son ministerios eclesiales. Pero no son ni sustitución ni prolongación de los ministerios ordenados, sino que reciben su legitimidad del sacramento del bautismo y confirmación recibido por los laicos, que por ellos participan de un sacerdocio real, común a todo el pueblo de Dios. El sacerdocio de los curas y obispos está para animar y estimular (y, en su caso, orientar) este sacerdocio real de los laicos.
Estos ministerios reconocidos a laicos no son ordenaciones camufladas. Estos laicos no son “clérigos de segunda división”. Son laicos. Ni son un remedio a la penuria de clérigos. Estos ministerios se hacen concretos cuando surge la necesidad. Reclaman del cura que acople su estilo de presidir la parroquia a la emergencia de estos responsables laicos formando equipo con ellos y cuidando su cohesión y, en muchos casos, su mayor formación.
Es una pena que en este punto no hayamos progresado por el camino de la corresponsabilidad. Es una pena que el nuevo Código de Derecho Canónico (c.504 y 506) haya restringido esta corresponsabilidad en el caso de los Consejos parroquiales y diocesanos indicando que los laicos tiene “solo voto consultivo”. Este “solo” revela una actitud defensiva. No niego que haya podido haber exageraciones por el otro lado. Tampoco que el ministro ordenado tenga la última palabra decisiva. Pero esta formulación canónica separa demasiado la consulta y la decisión, cuando en realidad ambas son parte de una elaboración de la decisión. La decisión se va gestando en el contraste de pareceres de todos los miembros. Como obispo diocesano no me he visto jamás en la necesidad de tomar una decisión contraria a la propuesta del Consejo de Pastoral Diocesano. Lo hubiera hecho si hubiese visto que contradecía gravemente a puntos doctrinales o disciplinares vinculantes. No me ha sucedido nunca. Y en muchas ocasiones he visto enriquecida mi propuesta originaria al Consejo con las aportaciones de éste.
4. Compromiso cívico de los laicos
No es el campo de la cooperación intraeclesial el único ni el más específico de los seglares. Vuestra vocación os pide que os internéis en aquellos ámbitos de la vida civil en los que estáis insertos. El Concilio reconoce que el mundo tiene “leyes y valores propios” que nosotros hemos de “descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente”. Es propio de los seglares, metidos en la densidad de la vida civil cumplir esta misión colaborando, a ser posible, con otros, sean creyentes o increyentes. Y dado que la asimilación del Evangelio os da una sensibilidad impregnada de humanismo cristiano y puesto que en estos menesteres pueden y suelen con frecuencia surgir actitudes inhumanas, corporativistas, manipuladoras, al servicio de causas ajenas y discutibles, los laicos habréis de ejercer el discernimiento concreto y distinguir el trigo de la cebada, del centeno y, sobre todo, de la cizaña. Con el realismo de que no existen causas puras, pero con la tendencia a orientar las reflexiones y determinaciones hacia la utopía del Evangelio. En este capítulo el principal sujeto natural del discernimiento sois vosotros, no la Jerarquía. Esta debe preocuparse de que adquiráis la debida formación especialmente en la llamada Doctrina Social de la Iglesia (está publicado, como sabréis, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia). Y dada la desproporción hoy existente entre los criterios imperantes (a menudo poco humanos) y los criterios nacidos del humanismo del Evangelio, habremos de tener mucho cuidado para no impregnarnos casi insensiblemente de estos últimos criterios. Una espiritualidad sólida y bien centrada es imprescindible. Vivimos y actuamos en una sociedad poderosa (aunque al parecer no muy orientada en sus fines) y somos una comunidad debilitada proclive a dejarnos configurar por aquélla.
III. SECULARES
El tercer tramo de mi exposición sobre vuestra misión eclesial en el mundo civil nos lleva de la mano a la tercera dimensión de vuestra vocación laical: la secularidad.
1. La secularidad de la Iglesia
En realidad, tampoco la secularidad es patrimonio exclusivo (aunque sí peculiar) de los laicos. Toda la Iglesia tiene vocación secular. Ella es signo eficaz del amor de Dios al mundo “(Jn 3,16): “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. “Dios no ha considerado a su Hijo demasiado caro con tal de devolvernos la vida, entregándolo por nosotros” (Bonhoefer). La Iglesia no tiene más que un Señor: Jesucristo. Esta persuasión ha de liberarle de caer bajo el sutil dominio de otros “señores” (la banca, el gobierno, las opiniones políticas partidistas). Pero la Iglesia sirve al Señor sirviendo al mundo y en particular y sobre todo, a los pobres, enfermos, fracasados, descartados. En este sentido ella es relativa. Relativa no quiere decir “insignificante ni innecesaria”, sino que no está referida a sí misma sino al Señor a quien adora y ama y al mundo (digamos a la sociedad) a la que sirve. La Iglesia es necesaria, pero es relativa.
La secularidad es, pues, distintivo de la Iglesia (el mundo se llama en latín también “saeculum”). Significa que ella peregrina como compañera de camino con el mundo, como servidora y testigo del amor de Dios a la humanidad y como anticipo y signo de la salvación que Dios ofrece a todos. La secularidad es un elemento constitutivo de la Iglesia. Dicho de otra manera: No hay dos historias: una de la Iglesia y otra del mundo, sino una historia del mundo al que Dios contempla y asiste explícitamente a través de su Iglesia y veladamente de otras maneras. Esta aportación de Dios al mundo a través de la Iglesia consiste en que la Iglesia sea para él germen de unidad y de esperanza. Para llevarla a efecto necesita de continua renovación y conversión, de apertura y diálogo. Cuando estas actitudes desfallecen, incurre fácilmente en sectarismos y espiritualismos. En otras palabras, la secularidad es presencia activa y empática de la Iglesia en la historia humana en cada momento y en cada lugar.
2. La secularidad de los laicos
Los laicos vivís esta secularidad de modo peculiar e intenso. LG 31 dice: “el carácter secular es propio y peculiar de los laicos… a quienes corresponde por propia vocación buscar el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios”. Cuanto más arriba dijimos acerca de la libertad y de la competencia de los seglares en el mundo de la familia, de la profesión, del compromiso laboral (empresariado y trabajadores), cultural y político tiene aquí plena aplicación. Naturalmente, dentro de las pautas señaladas por una ética coherente con el Evangelio.
No puede apoyar una opción racista ni aprobar una iniciativa terrorista, ni una causa misógina que margina a la mujer, ni una práctica abortista, ni un sistema económico “que mata”, ni una política ecologista que expolia el planeta y compromete la pervivencia de la humanidad. Pero dentro de este marco impuesto por el Evangelio hay un amplio campo de discernimiento y opción.
En este campo habréis de estar atentos a los valores nobles que emergen y se desarrollan en la sociedad: la preocupación creciente por el Tercer Mundo, el deseo de participar más activamente en la vida política (más allá del voto electoral), la conciencia creciente de la dignidad de la mujer, etc. Los laicos habéis de estimular la consciencia, la sensibilidad y la implicación de los pastores por sus vías propias respecto de estos valores. Tenéis que hacernos más sensibles a estos valores.
3. Deformaciones posibles
A la luz de una secularidad bien entendida queda descalificado el eclesiocentrismo. Esta desviación olvida la doble dimensión referencial de la iglesia: el Señor y el mundo. La Iglesia y sus intereses constituyen el foco obsesivo de su mirada. Una desviación a la que es propensa la institución eclesial. Le ha llevado en el pasado bien a pactos poco evangélicos con los poderes de este mundo bien a una cerrazón nada evangelizadora ante ciertas fuerzas y movimientos sociales. Estas graves deficiencias son también posibles en personas y grupos laicos (Obispos de Euskalherria 1996).
Junto al eclesiocentrismo los mismos obispos delatan el clericalismo, que puede revestir dos formas. Hay un clericalismo que atribuye a la Jerarquía toda la potestad eclesial y prescinde de la elaboración de las decisiones pastorales a una con los laicos y los Consejos. Los laicos son convertidos en puros ejecutores. Hay otro clericalismo que se inmiscuye indebidamente en asuntos temporales y priva a los laicos de la autonomía que les reconoce el Concilio para la gestión de dichos asuntos. Es una falta de respeto a los laicos y a la sociedad.
IV. LA ESPIRITUALIDAD DEL LAICADO
“Todos los cristianos de cualquier estado y condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección en el amor” (LG 40). Los laicos están llamados a avanzar en esta dirección según los rasgos propios de su condición laical.
1. Espiritualidad del seguimiento de Jesús
Uno de estos rasgos predominantes consiste en combinar la lectura creyente y orante de la Palabra de Dios, fuente inspiradora de su vida y misión con la lectura creyente de los fenómenos y acontecimientos de su existencia secular. Saber leer la Palabra de Dios y, a su luz, los acontecimientos personales y colectivos que interpelan su fe y su conducta cristiana. Saber extraer de su experiencia secular elementos contenidos o coherentes con el espíritu o la letra de la Palabra de Dios.
Una aportación fundamental del Vaticano II ha consistido en acabar de poner la Biblia en las manos del Pueblo de Dios. La Biblia ha salido de las aulas y de las casas rectorales y ha entrado en espacios más populares. Son hoy innumerables los grupos de laicos que se reúnen, debidamente coordinados por un monitor también laico y descubren el frescor y el sabor estimuladores contenidos en esta Palabra.
Cinco características percibo en estos grupos que conozco bien: se forman con menos dificultades que grupos de otro estilo; la participación de los miembros en las reuniones es más intensa y frecuente; suscitan oración personal y compartida; dejan huella en la vida cristiana de los participantes; tienen una estabilidad superior a otros grupos cristianos. Su contemplación evoca en mí unas palabras, llenas de fuerza, del cardenal Martini: “No me cansaré nunca de repetir que la lectura creyente y orante de la Palabra de Dios es uno de los medios con los que Dios quiere salvar nuestro mundo occidental de la ruina moral que pende de él por su indiferencia y su miedo a creer… Ella es el antídoto que Dios propone… para favorecer el crecimiento de la interioridad sin la que el cristianismo corre el peligro de no superar el desafío del tercer milenio”.
Aprender a discernir es la otra cara de la moneda de vuestra espiritualidad. Discernir significa descubrir cuál es la llamada que Dios nos dirige a través de los acontecimientos o episodios de nuestra vida familiar, profesional, cívica, política y de la vida de nuestro entorno. Me parece que en bastantes ocasiones “vivimos mucho y molemos poco”. De este modo “sensim sine sensu” vamos introyectando criterios, actitudes, comportamientos incoherentes con el Evangelio.
Esta doble mirada a la Palabra y a la vida ha de suscitar en nosotros una oración viva, habitual, que temple nuestro espíritu y nos conduzca a “rectificar el motor” de nuestra existencia. “A Dios hablamos cuando oramos; a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (S. Ambrosio).
2. Espiritualidad eclesial
La adhesión eclesial es un rasgo importante de nuestra fe católica. Es preocupantemente decreciente. La decadencia eclesial, la mediocridad de muchas de nuestras comunidades, la percepción de un Magisterio más ri- guroso que misericordioso, los signos de involución, la pérdida de buena parte de su crédito moral, los escándalos aireados en los Medios de Co municación Social… son un lastre demasiado pesado para soportarlo ágilmente.
En esta circunstancias nada fáciles nos toca vivir la adhesión eclesial.¿Cuáles son sus rasgos?
a) El sentido de pertenencia, que es un componente del sentido de identidad. Uno no sabe quién es mientras no sabe a quién pertenece. Las cinco o seis pertenencias fundamentales son como los vientos que tensan y aseguran la tienda de campaña de nuestra fe. Una de ellas es la pertenencia eclesial. Este sentido de pertenencia nos ayuda a asumir sus páginas luminosas (que han existido y existen) y sus pasajes oscuros. Son nuestra historia, como la historia de nuestra familia es nuestra historia. El sentimiento de pertenencia a la iglesia pequeña (el grupo, la parroquia), la iglesia media (la diócesis) y la iglesia grande o universal, se alimenta de experiencias reales y simbólicas de comunión. Convivir, colaborar y concelebrar son tres verbos generadores de pertenencia sentida.
b) Una vinculación afectiva. Ser persona humanizada es, al mismo tiempo, ser libre y estar vinculado Las adhesiones frías tienen poco porvenir en un mundo donde el vínculo está en crisis. Más sobrio o más expresivo es necesario el afecto, que se manifiesta en interés, en preocupación por sus tropezones, en alegría por sus pasos adelante. F. Dolto psicoanalista cristiana sostiene que ha encontrado siempre un fondo de trastorno psíquico en aquellos pacientes que hablan “fría y objetivamente” sin una brizna de afecto de su familia íntima. De la Iglesia, a través de sus miembros (padres, educadores, sacerdotes) hemos recibido fe y amor: se trata de querer por haber sido queridos por la Iglesia.
c) La confianza. Pertenencia y afecto abren el camino a la confianza. No es ningún “cheque en blanco” a la Iglesia. Las personas, los grupos, las instituciones pueden defraudar. También la Iglesia empírica y visible. La confianza absoluta solo la merece Dios. Nosotros confiamos en la Iglesia porque confiamos en Dios que no deja de cuidar de ella. Porque esta Iglesia es algo más que un entramado institucional. Tiene muchas arrugas, pero es la Iglesia de Jesús. “En la vida y en la muerte –dice Rahner- en esta Iglesia, mejor que en ningún otro sitio podemos perseverar en Jesús, testigo fiel del Dios eterno”.
d) El compromiso con la Iglesia. La adhesión eclesial entraña un triple compromiso: celebración de la fe (sobre todo en la Eucaristía), comportamiento moral (sabiendo armonizar algunos de sus dictados más difícilmente asimilables con la voz de nuestra conciencia), implicación en la misión de la Iglesia (intraeclesial o cívica).
e) La crítica leal es no solo un derecho, sino muchas veces un deber (la pequeña obra de Medard Këhl “Sentir con la Iglesia” es iluminadora). Precisamente porque en la Iglesia el elemento divino y el humano no están separados, pero tampoco son idénticos, cabe la crítica en la Iglesia.
La crítica eclesial tiene sus postulados. Nace del amor (critico aspectos de la Iglesia porque me interesa). Ha de ser realista: una comunidad y sus responsables mayores no son ordinariamente héroes ni santos. “Entre la Iglesia que tenemos y la Iglesia que queremos está la Iglesia que podemos”.
La crítica, en fin, debe ser discreta. Ha de estar animada por un pudor análogo al que sentimos cuando hablamos mal de nuestra familia. El Vaticano II dice siete veces que la Iglesia es la familia de Dios. Pero el bien de la Iglesia nos reclama a veces vencer ese pudor. A poder ser “dentro de casa”.
3. Desde la secularidad
a) Libertad, cohesión y compromiso sostenido en nuestras actividades intraeclesiales. Un grupo es espacio de libertad. La palabra no debe estar encadenada. Algunos no se atreven a aportar porque creen que no tienen nada de valor para decir. Liberar la palabra suele ser una tarea en muchos grupos. Y liberar la palabra del grupo para expresarla en otros ámbitos eclesiales más amplios es un servicio a la comunión. Aunque a veces cueste al que la dice y duela a quien la escucha.
La mayoría de los grupos son realidades humanas difícilmente gestionables. Las filias y las fobias aparecen en más de una ocasión. Algunos miembros tienen la tentación de “ir por libre”. Otros pueden ser demasiado rigurosos. La existencia de un aglutinador laico que modere y favorezca la comunión interna suele ser muy saludable para los grupos.
La multiplicidad de instancias que nos reclaman (familia, profesión, compromiso cívico) pueden cuartear este compromiso y convertirlo de habitual a eventual. Aquí se impone el descernimiento: cuán es cada momento el compromiso que el Señor me pide y, por tanto, al que debo atender.
b) Sobre todo las actividades cívicas (aunque también las eclesiales) requieren que el grupo vaya adquiriendo formación. General y específica, bíblica y teológica, familiar, social y política. Conozco las limitaciones de vuestras agendas y la imposibilidad de que toda esta formación pase a la sangre del grupo. Haced lo que buenamente podáis. Hay varios campos que atender en vuestra vida (trabajo profesional, familia, etc.). Lo más importante consiste en apreciar esta formación, en poder buscarla y pedirla y en aprovecharla al máximo que os sea humanamente posible.
Basta enumerar las áreas posibles de vuestro compromiso cívico. La familia es una. La calidad de la familia propia es un compromiso ineludible. Si algunos pueden implicarse en un movimiento serio que atienda al mundo familiar tan convulso y desprotegido, bien estaría. En el actual contexto de crisis económica, la inserción que sea posible en ese mundo puede ser para algunos cauce de compromiso cristiano.
En un momento en que el compromiso político está tan devaluado resultaría necesario dignificar este ámbito en el reducido entorno en el que vivimos. El mundo de la marginación es también un surco de compromiso muy serio. Y el de la dignificación de la mujer
La Carta Pastoral de los obispos de Euskalherria de 1996:”El laicado: identidad cristiana y misión eclesial” ofrece un panorama muy amplio en sus pg. 23 al 31. Es cuestión de auscultarnos a nosotros mismos con una mirada de fe realista y comprobar si el área de este compromiso está bien cubierta, requiere algún cambio de dirección o un incre- mento en la entrega.
Aquí interrumpo mi exposición. Quedan pendientes las dificultades culturales, eclesiales y personales que experimentáis los laicos para vivir estos tres caracteres de modo peculiar y propio. Para completar el ciclo ten- dríamos que alumbrar los apoyos de que disponemos o hemos de procurarnos para neutralizar o aminorar tales dificultades. En estos dos capítulos tendréis vosotros mucho más que decir que yo. Tal vez sean buenos temas para el diálogo.
Ondo esanik ba dago, asko poztuko naz. Oker esanak zuzendu ta parkatuko dozuezala ziur nago.
+ Juan Mª Uriarte
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